Durante toda nuestra vida buscamos adaptarnos a los cambios, tratando de lograr un equilibrio entre nuestro organismo y el medio ambiente. La consecuencia es una respuesta adaptativa para afrontar la vida cotidiana que llamamos “estrés”.
Si se lo mantiene dentro de límites adecuados, potencia nuestra capacidad intelectual y nuestro comportamiento en el medio. Cuando supera ese nivel, hace que nuestro rendimiento decaiga en forma drástica y que aparezcan los efectos negativos.
El exceso de estrés crónico genera en el organismo una producción aumentada de hormonas (cortisol y adrenalina) ligadas al malhumor y nerviosismo, arritmia, dolores de cabeza, alteraciones del funcionamiento intestinal, hipertensión, insomnio, falta de memoria y concentración, ansiedad, depresión, menor rendimiento, cansancio crónico y problemas alimentarios por déficit o exceso, entre otros.
El ritmo de vida acelerado, el escaso tiempo para cocinar y la enorme oferta alimenticia industrial, hace difícil mantener hábitos saludables. Muchas personas comen en exceso, a deshora o pasan muchas horas sin alimentarse.
Una dieta deficiente pone al cuerpo en estado de estrés físico, debilita el sistema inmunológico, dejando a la persona más susceptible a enfermarse.
Esta disfunción no sólo condiciona nuestros hábitos alimentarios, sino también los procesos metabólicos relacionados con la nutrición. Las personas que se alimentan inadecuadamente pueden ver comprometida su salud si mantienen este tipo de conductas.
Esta forma de estrés físico también afecta la capacidad para hacerle frente al estrés emocional.
Existen estudios científicos que han mostrado que dietas vegetarianas y veganas tienen un impacto positivo en nuestra salud mental y están significativamente asociadas con la disminución del estrés, la ansiedad y la depresión.
El famoso dicho «somos lo que comemos» no sólo aplica a nuestro cuerpo, sino también a nuestra mente.
Si comemos bien, envejecemos más lento y de manera más saludable y mientras menos carne ingerimos, mejor calidad de vida podremos lograr. Estas son algunas de las conclusiones a las que llegó el equipo de investigación de la Facultad de Nutrición de la Universidad Maza, de Mendoza, bajo la dirección de la Dra. Emilia Raimondo.
La ingesta diaria de antioxidantes, como las vitaminas A, C y E, los carotenoides, minerales como el selenio y el zinc y ácidos poliinsaturados como el omega 3 ayuda a detener el proceso oxidativo. Y como mencionara más arriba, éstos nutrientes se encuentran principalmente en frutas, vegetales, cereales, legumbres y pescados.
El estudio también detectó cómo los diferentes tipos de alimentación podían incidir en este proceso.
Para ello, tomaron tres poblaciones: carnívoros u omnívoros, ovo-lacteo-vegetarianos y vegetarianos estrictos o veganos. En cuatro años analizaron a 120 hombres y mujeres de 18 a 65 años. De cada uno de ellos se obtuvieron 57 datos correspondientes a variables físicas, de peso y talla, químicas, cognitivas y psicológicas, entre otras, ya que el estrés oxidativo no se vincula solamente con lo alimentario sino que también inciden factores ambientales, como la polución, y físicos, como la actividad deportiva.
Entre los resultados se destaca que el 51 % de los participantes presentó valores altos radicales libres (principales marcadores de estrés oxidativo y envejecimiento celular, que se acelera aún más en niveles elevados de estrés).
Al compararlos con el hábito alimentario se observó que en las personas con bajos valores prevalecía la dieta vegetariana (49 %), mientras que en quienes tenían niveles elevados el 90 % era omnívoro y, a su vez, consumía muy pocos vegetales.
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